miércoles, 14 de marzo de 2012

Los gemelos

Manuel estaba sentado en el patio de su casa; su madre preparaba el almuerzo y su padre hacía el crucigrama del domingo. Se sentía aburrido, había pasado mucho tiempo desde que su perro, un gran danés de un año de edad, se había perdido, o como decía la mamá de Manuel, se fue de la casa porque se creía “de otro mundo”. Manuel pensaba en su perro, en los días como esos en los que, simplemente, con recostársele en el lomo, se sentía feliz. Su padre, para compensarlo, le había regalado una colección de carritos,  con los cuales Manuel jugó por unos días y luego ya no los recordó más.
“Quisiera encontrarme un tesoro” pensó, “ser un gran pirata, pero no de los malos que roban en los pueblos, sino de los buenos, los que ayudan a los demás”. En medio de esa mañana dominical, con el calor del verano, el olor proveniente de la cocina y los sonidos extraños de su padre al no conocer una palabra del crucigrama, Manuel comenzó a inventarse su propia aventura en lo ancho de su patio que, ese día más que nunca estaba hecho un desorden, pues las cajas con las pertenencias del abuelo habían llegado hacía algunos días y mamá le había pedido el favor de que le ayudara a organizarlas porque ella estaba muy ocupada. Manuel sabía que su abuelo era un gran coleccionista de todo tipo de elementos, artefactos y objetos extraños; en una ocasión el abuelo le había traído de un viaje a la India una flauta del siglo XIV, Manuel estaba muy pequeño para entender el valor de ese instrumento, pero sus padres siempre la conservaron impecable y relucía ahora en la sala de la casa. El niño comenzó a buscar caja por caja algún objeto que le llamara la atención y que lo sacara de esa profunda aburrición en la que se encontraba.
Primero encontró una capa verde parecida a la del Mago de Oz, luego unos binóculos de teatro del siglo XIX, después unas botas de imitación de piel de culebra que, aunque le quedaban grandes, Manuel se puso inmediatamente, ahora sí parecía un pirata, capa verde, binóculos en mano para divisar el panorama y los tesoros; y las botas para volar. Con unas cajas ya vacías Manuel armó un pequeño bote, pero que para él era el más grande barco jamás construido, se sentó en su patineta y empezó a arrastrar las cajas por todo ese océano de cemento. Lo que Manuel no sabía era que las tres verdades de la vida que, alguna vez su padre le enseñó, fueran a tener tanta validez “Hijo, no es importante tener, sino querer, tienes que amar de verdad, soñar e imaginar y todos tus sueños se harán realidad” Al recordar estas palabras Manuel comenzó a andar más fuerte: se salió del patio, llegó al de los vecinos, pasó por un parque cercano a su casa, luego tomó la vía principal que, ese día estaba completamente sola, contrario a lo que todos pensarían, Manuel de verdad ya no podía parar, no era dueño de su cuerpo, no era dueño de sus movimientos y tampoco sabía manejar ese majestuoso barco, porque ya no eran unas simples cajas de cartón acomodadas entre sí, sino un verdadero barco: con motor, turbinas, timón y ancla. “Estoy soñando” pensó Manuel, “esto no es cierto”.
El niño estaba confundido, se sentía feliz, pero a su vez, triste, no quería dejar a sus padres, no quería dejar su hogar, y él no sabía cómo volver, pues se encontraba surcando las nubes y la nave se manejaba sola. Lentamente empezó a oscurecer, las estrellas jamás las había visto tan de cerca y tan brillantes, su padre le había enseñado una vez cuál era el planeta Venus y Manuel inmediatamente lo distinguió. Se fue quedando dormido, estaba sorprendido con todo lo que había pasado ese día, estaba agotado y había perdido la noción del tiempo, en un libro había leído alguna vez que el tiempo en el espacio no era el mismo que en la tierra, recordó la teoría de Einstein de los gemelos, el que se va y el que se queda “¿Será que soy uno de ellos? ¿El que viaja a la velocidad de la luz y cree que ha pasado un segundo, pero cuando vuelve a la Tierra su hermano es más viejo que él?” se preguntó, pero era tanto lo que rondaba su cabeza que no pudo contestarse esa pregunta, “desearía que mis padres estuvieran aquí” pensó nuevamente. A los tres les encantaba la Astronomía y a su madre, especialmente, las constelaciones porque tenían mucho que ver con los signos del zodiaco y eso la apasionaba. El cielo empezó a enrojecerse, un rojo muy fuerte, después rojo, anaranjado, amarillo, rosado, color piel y nuevamente blanco. Esta gama de colores hizo que Manuel despertara, era algo que tenía que presenciar, de inmediato supo que se encontraba en alguno de los polos, buscó en sus bolsillos una brújula que mantenía siempre, su padre le había enseñado a ubicarse “Y yo que pensaba que las cosas que me enseñaba mi papá nunca me servirían de nada” dijo al mirarla, el artefacto le señaló el Norte y con un movimiento de manos buscando el Sol, confirmó que estaba en el Polo Norte y que lo que veía era una imponente aurora boreal, Manuel estaba seguro de que eso era lo más hermoso que había visto, se sintió triste nuevamente, si no volvía a casa no compartiría jamás ese recuerdo con sus padres y ese pensamiento le hizo encharcar los ojos. No comprendía la naturaleza del ser humano, su naturaleza propia,  esa  de pasar de un momento de inmensa felicidad a uno de tanta tristeza; supo ahora el significado de las tres verdades de su padre “querer, amar, soñar” susurró, “querer, amar, soñar” lo hizo nuevamente, esta vez más duro, lo repitió otras tres veces casi hasta quedarse sin voz “QUERER, AMAR, SOÑAR”….”. Manuel, Manuel, hijo, escúchame” el niño abrió los ojos y vio la cara de su madre un poco angustiada a quien inmediatamente abrazó como si no lo hubiera hecho nunca “Mamá no me vas a creer todo lo que he visto” le dijo, “Ay Manuel, cuántas veces te he dicho que no te quedes en el patio sin decirme, llevamos toda la tarde buscándote y en medio de estas cajas se hizo más difícil verte” “pero si yo no estaba aquí” dijo mirando a su padre, quien al contrario de su mamá se encontraba tranquilo; Manuel sabía que su padre le creía. “Es hora de comer Manuel, recoge tus juguetes y ve a lavarte las manos, la comida está deliciosa” la madre salió del patio con la capa del abuelo y las botas que, estaban más sucias que nunca; tal vez ella pensaba que Manuel había estado ensuciándose en el jardín. Manuel estaba aturdido, pero feliz de estar en casa y de todo lo que tenía para contar en la mesa cuando se sentaran a comer, miró a su padre y cuando abrió la boca para hablar, éste le dijo “Lo sé hijo, la aurora boreal es majestuosa, ahora haz lo que dijo tu madre, luego me contarás todo” Manuel boquiabierto pensó “Al menos alguien me cree”. Se levantó, fue al lavamanos y cuando se miró en el espejo vio que la teoría de los gemelos no era tan acertada, él había pasado una maravillosa temporada viajando por el espacio y al volver a casa su cara no había envejecido ni un milímetro, se alegró de seguir siendo el mismo Manuel. Se dirigió al comedor para cenar con sus padres, a quienes tanto había extrañado, aunque no sabía en dónde ni por cuánto tiempo.

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