martes, 6 de marzo de 2012

Los Guardianes

Medellín es una ciudad colombiana ubicada en el noroccidente del país. Es una ciudad de contrastes: ha estado en el primer lugar de violencia en el mundo y  es una de las grandes urbes de Colombia en cuanto a industria, finanzas y producción. En Medellín y sus municipios cercanos viven alrededor de tres millones trescientas mil personas de las cuales 46,7% son hombres y 53,3% mujeres. Está ubicada en el departamento de Antioquia y es la capital de éste desde 1826. 
Medellín es la segunda ciudad del mundo (después de Ciudad de México) con más grupos de mariachis. El alumbrado navideño que se celebra cada año es considerado por la National Geographic como uno de los más hermosos del planeta.
Es la cuna de grandes y variados personajes de la historia colombiana como René Higuita, Juanes, Fausto,  Álvaro Uribe, Andrés Escobar,  Martín Emilio “Cochise” Rodríguez,  entre otros deportistas, artistas y políticos. Así como es también la tierra madre del criminal más macabro y principal capo del cartel de la mafia de todos los tiempos: Pablo Escobar.
En Antioquia hay 125 municipios los cuales se encuentran distribuidos en nueve regiones que dividen al departamento.  La mayoría de la riqueza de éste se debe gracias a la agricultura, la minería y la ganadería.  En Antioquia habitan seis millones de personas de las cuales más de la mitad viven en el área metropolitana de Medellín.
A pesar de que el departamento es bastante grande y amplio, el trabajo, la industria, el empleo y la producción se concentraron en este sector al que llaman Valle de Aburrá, una pequeña llanura rodeada de norte a sur y de oriente a occidente por montañas. Además el desplazamiento forzado por  la violencia de los paramilitares y las guerrillas han traído a la ciudad millones de personas convirtiéndola, también, en una ciudad bastante desigual y con altos índices de pobreza y violencia que se han ido marginando en los excluyentemente llamados barrios populares.
“A mí no me gusta mucho vivir en Medellín, pero aquí está el trabajo. Si uno tuviera la estabilidad que tiene acá, pero en Venecia, viviría allá, y eso es muy difícil”. Leandro Restrepo tiene 25 años, el 7 de marzo cumplirá los 26. Tiene un hijo de 9 años, Brandon. Nació en Venecia, “Italia”, cuenta él entre risas. Mira con nervios la grabadora que está sobre el escritorio de la portería de la unidad horizontal Rincón del Aguacatal, pregunta si sí se puede grabar lo que está por contarme a continuación: “Aquí robaron en diciembre del año antepasado, amarraron a los porteros y a los ronderos y los encerraron aquí”, dice señalando una puerta trasera que hay en la portería. “A mí no me tocó. Pero a otros compañeros sí. Entraron unos manes disfrazados de la SIJÍN y subieron a un apartamento de la torre 3 y se llevaron un poco de cosas”.  Leandro está parado y mientras cuenta otras historias de su vida oprime una y otra vez el botón para abrir la puerta de la unidad residencial. “Uno aquí trata de matar el tiempo leyendo, haciendo crucigramas, oyendo radio y así logra no quedarse dormido, sobre todo en el turno de la noche que es tan duro. A mí me gusta más el del día porque así uno logra recuperar el sueño perdido”. Vive con su mujer en el barrio Andalucía cerca a la estación Acevedo del Metro de Medellín. Viaja cada mes  a Venecia, el pueblo del suroeste antioqueño en el que nació, a visitar a sus papás y a su hijo, Brandon, que vive con ellos. Leandro se ve impaciente y ansioso al responder, nunca le han hecho una entrevista. Recuerda mucho a su abuelo, Bernardo Bolívar, quien murió en noviembre pasado, ya de viejo. Es el momento más doloroso de su vida y, quién pudiera creerlo, fue hace tan poco. La vertiginosidad de la vida, el trajín del día a día y las ganas de vivir preceden a los actos más trágicos que le suceden alguien.  A pesar de que a Leandro se le murió su segundo padre hace tan sólo tres meses, sabe que tiene dos personas por quién luchar: su hijo y su mujer; y sobre todo la ilusión de algún día poder estudiar Ingeniería Mecánica o algo así, porque no sabe mucho de carreras.
Son las 11 y 30 de la mañana de un lunes cualquiera en la unidad residencial, ubicada entre la loma de Los González y la loma Los Balsos, Rincón Del Aguacatal. Aurelio Antonio hace un llamado por el walkie talkie a su compañero Leandro: “Dígale a Amalia que nos encontremos en el aguacate, que ahí podemos conversar”. Vea ese palo que está allá le decimos el aguacate porque no sabemos qué es, explica Leandro.
Aurelio, efectivamente, corre hacia el gran árbol que se encuentra en un extremo izquierdo de la unidad. Sonríe y dice que  no concede entrevistas, que sólo por ser a mí, y en una divertida imitación del programa La Luciérnaga, que no se pierde por nada del mundo, dice: ¡Pregunteee señor periodista!
Aurelio Antonio Valencia Areiza tiene 28 años. Nació en Caucasia, un pueblo ganadero en la región Bajo Cauca de Antioquia.  Específicamente es de Caserí, un corregimiento de ese municipio. “Allá se crece con muchas limitaciones económicas, pero mi infancia no la cambio por nada”. Pero limitaciones económicas, como todo en el lenguaje, es un término muy ambiguo, ¿qué son, Aurelio, cómo así que limitaciones? En su humildad y sencillez Aurelio sabe muy bien de lo que habla: no tenía los medios ni el entretenimiento que tienen los niños de esta unidad, allá para ver televisión había que sentarse con toda la gente del corregimiento frente a un mismo aparato, no había tanto para hacer,  ni se veían las cosas tecnológicas que se ven acá. ¿Aguantaste hambre? “Noooo, nunca. Allá se vive muy bien, ¿pero, sí me entiende? No hay nada de lo que hay aquí.  Es un pueblo pequeño, lleno de fincas, con mucho paramilitarismo, en cierta parte no había violencia porque ellos controlaban todo, la cosa se puso dura fue cuando Álvaro Uribe entro a darles duro allá, porque ahí sí se armó la guerra entre todos los grupos que querían el poder, y tienen ese pueblo vuelto nada”. Aurelio habla con propiedad, vino a Medellín, como Leandro, a buscar estabilidad económica y laboral. Tiene una hija de 5 años, Ana María, y vive con su mujer, quien fue su mejor amiga durante toda la adolescencia, aunque ella no es la mamá de Ana María. Estudió sistemas en una institución de Caucasia y en el ITM, Tecnología en Telecomunicaciones. Trabajó durante varios años en Cableunión hasta que la empresa fue absorbida por Telmex y Une. Aurelio se quedó sin trabajo de técnico y, aunque lo llamaron de Directv, prefirió entrar a Coopevián, la empresa encarga de la seguridad de diferentes copropiedades, porque le pagaban mejor.
Aurelio sabe tanto de fútbol que podría dejar callado a cualquier periodista. Es hincha de dos equipos: el glorioso Junior y de cualquier otro que juegue contra el Nacional, al que no puede ver, por culpa de los hinchas, dice. Recuerda que al primer equipo que vio jugando en vivo fue al Deportivo Independiente Medellín porque, por alguna razón, fue a jugar a Caucasia en 1992. Al año siguiente, vería quedar campeón al equipo al que él llama el Glorioso, y se ríe porque, años después, se enteraría de que en esa fecha el Medellín estaba dando la vuelta olímpica en el Atanasio Girardot frente a su eterno rival, el Nacional, con un marcador de 1 – 0; sin embargo, el partido en Barranquilla no se había acabado y aún quedaban 11 minutos en los cuales en el último, el Junior anotó un gol, le ganó 3-2 al América de Cali y le robó la tercera a estrella al Poderoso, que llevaba esperando por 36 años y la cual le tocó esperar por 9 años más.  
“Yo empecé trabajando en Bagre, Antioquia. En un trabajo con el que mi familia no estaba de acuerdo, pero que yo hacía como por ganarme algo”. Aurelio después de salir del colegio en el año 2004 trabajó como “raspachín” en un laboratorio de procesamiento de mata de coca. El raspachín es el que pela las hojas de la coca, lo mismo que se hace con el café y el cacao. Se hace para sacar la materia prima que, posteriormente, se mezcla en un laboratorio con otros ingredientes para producir cocaína. “Trabajé en eso como ocho meses apenas porque yo era muy malo, yo en un día cogía como dos o tres arrobas y cada arroba la pagaban, en esa época, a 4 mil pesos”. Cuenta que la cocaína nunca le llamó la atención y menos porque sabía cómo la hacían. “A eso le echan cemento, amoníaco, gasolina y otros químicos que, al verlos y saber lo que son, a uno ya no le dan ni cinco de ganas de probarlo”.
-Adrián, ¿me copia?-
-Erre, afirmativo-
-Adrián, que si por favor le colabora a la joven, Amalia, que le quiere hacer una entrevista. Que caiga aquí al aguacate-
-Afirmativo, ya voy-
Adrián tiene brackets, se los pusieron hace cuatro años, pero se los quitó durante dos mientras prestaba servicio con la Policía Nacional. Después, hace un año, se los volvió a poner. Se ve nervioso, no tanto como Leandro, pero sí un poco asustado. Adrián tiene 22 años, se tapa la cara cuando le cuento que yo tengo la misma edad que él y se ríe cuando le digo que somos del año 1989, el año de la Libertadores del Nacional y de la caída del Muro de Berlín.
Llegó de Sopetrán, un pueblo del occidente antioqueño, hace cuatro años por la violencia. “Para mí fue desplazamiento porque, a pesar de que a nosotros no nos echaron directamente, igual mi papá decidió que era mejor mandarnos para Medellín porque eso por allá estaba muy caliente y uno o trabaja con las autodefensas o se jode”. Las autodefensas ya se llaman Los Urabeños, se visten de civil, pero se reconocen en el pueblo. Controlan y cobran vacunas y extorsiones para que las personas que tienen fincas puedan estar tranquilas.  “Me tocó bastante violencia, la verdad. Ellos llegan a reclamar lo que es de uno como si fueran los dueños. Yo tenía un pitbull que se llamaba Rocky, pero era muy bravo y mordió a uno de ellos y le arrancó dos dedos, entonces me lo mataron, yo tenía por ahí doce años”.
Nació el 28 de agosto en una finca en Sopetrán en la vereda Santa Rita. A diferencia de Leandro y Aurelio, a Adrián le gustan mucho los animales. A su alrededor pasan varios vecinos paseando a sus perros y él se sabe sus nombres y los acaricia mientras recuerda a Rocky de nuevo, “Yo amaba  a ese perro”.  Eleva la cabeza hacia el balcón del primer piso de la torre 2 y ve a una pequeña gatita llamada Lupita y le silba, después recuerda que a su madre le encantan los gatos.
Adrián no toma alcohol, su mirada se pierde por un momento y duda al hablar. Su padre es alcohólico y recuerda con pena el mal trato que veía de parte de él a su madre y a sus tíos. Luego su voz se hace más fuerte y afirma con certeza que, a pesar de eso, no le guarda rabia ni rencor porque fue él quien lo trajo al mundo y porque le enseñó muchas cosas. Miguel Espinosa, el papá de Adrián, es un agricultor de 58 años oriundo de Sopetrán. Toda su vida la ha dedicado al trabajo en el campo.
Cuando tenía 20 años, Adrián decidió irse por voluntad propia a prestar servicio en la Policía y lo llevaron a una sección en el Chocó. “Es una región completamente olvidada por el gobierno y por el país, allá la ley es la que imponga la guerrilla, que también es la que escoge a los políticos”.  Allá se enfrentó a varias situaciones de peligro y de necesidades. Un día estaba patrullando por un sendero a las 2 de la mañana y su compañero no tomó la distancia necesaria, que son cinco metros, y Adrián se perdió y se cayó por un barranco. Se quebró la clavícula y tuvo que permanecer quieto y en silencio durante cuatro horas, hasta que amaneciera, para que pudieran rescatarlo. Pero no le fue tan mal porque era época de Navidad y como lo tuvieron que llevar a Medellín a que lo atendieran, le dieron incapacidad y pudo pasar 24 y 31 con su familia, Adrián esboza una gran sonrisa al recordarlo.
En el Chocó le tocó hacer grandes recorridos: en silencio, muy despacio, con poca comida y con la guerrilla encima. Sabía que podía haber minas y que en cualquier momento podía estallar un combate entre el Ejército y la guerrilla. Dice que no sintió miedo, que sólo un par de veces pensó en la muerte, pero que el pensamiento se le esfumó rápidamente. Yo me quedo boquiabierta y le digo que yo pienso diariamente en la muerte, que incluso me desvela pensar que dentro de cien años todas las personas que conozco ya estarán muertas. Él, extrañado y también boquiabierto, me dice ¿Por qué usted tan llena de vida y tan joven piensa en eso? Yo le respondo que no sé y me rió. Luego me dice una frase que me deja pensando: “De pronto como tenés tanto a qué aferrarte aquí en la vida, es por lo que no te querés morir”.
En la urbanización Rincón del Aguacatal hay cuatro torres que suman 98 apartamentos. De sur a norte están la 4 y la 3 que son las más antiguas, construidas en febrero de 1995; y la 2 y la 1, en el año 1998. Esta última con 17 pisos y sólo un apartamento por piso. Las tres anteriores cuentan con dos apartamentos por. El conjunto horizontal está ubicado en el barrio El Poblado, a pesar de que muchos alegan que no es un barrio sino una comuna, las personas que lo habitan lo consideran así. Es un sector de estrato 6 en el que confluyen diariamente empleadas domésticas, mensajeros, domiciliarios de farmacias y restaurantes, trabajadores de empresas prestadoras de servicios y mantenimiento y, obviamente, los encargados de la seguridad y del aseo. En total hay 7 porteros que se turnan entre la portería y la ronda, y hay cuatro personas encargadas del aseo de las torres que también rotan.
Las empleadas domésticas entran y salen diariamente y algunas se hacen amigas porque toman el mismo bus o son del mismo barrio, o simplemente porque de verse todos los días ya se conocen. Cada urbanización es un pequeño mundo, una pequeña isla en la que se viven miles de historias contadas por personajes sencillos y comunes quienes hacen que la rutina diaria del trabajo sea un poco menos monótona.
Paola Herrera es la empleada doméstica del apartamento 203 de la torre 2. Lleva trabajando para esa familia 6 años. Es de Ciénaga de Oro, un municipio del departamento de Córdoba, tiene 23 años y llegó a Medellín cuando tenía 16. Tuvo su primer hijo a los 17, pero lo mandó a vivir con sus papás en Ciénaga porque ella tenía que trabajar. En agosto del año pasado tuvo su segunda hija. El primero es un hombre y se llama Luis Daniel; y la niña, Mariana. Ambos de padres diferentes. A Paola le gusta su trabajo, sus patrones la tratan muy bien y no le gusta sacar vacaciones porque en la casa no tiene nada qué hacer. A Mariana se la cuida su suegra, entonces por ese lado se puede quedar tranquila. “No soy amiga de ninguno de los porteros, todos me saludan y me preguntan por la bebé. Han sido tiernos con ella las veces que la he traído, pero de ahí no pasa. Además hace como dos años, antes de estar embarazada, un costeño que trabajaba aquí se inventó que se había acostado conmigo y que la mujer de él me había pegado. Yo ni lo conocía, no sé por qué se habrá inventado eso”. Ella se enteró de esto por otra empleada amiga de ella con la que coge el bus todos los días para devolverse al barrio en el que viven, el Popular 1.
Paola trabaja de lunes a viernes, llega al apartamento a las 8 de la mañana y se va a las 4 de la tarde. Ella es una de las muchas empleadas domésticas que se ganan la vida lavando la ropa y cocinándoles a los demás, mientras dejan sus hijos a cargo de otras personas, irónicamente para cuidar a los hijos de otros.
“‘Ojos verdes llega mañana. Está de descanso”, así le dice Leandro a Juan Gabriel Taborda, su compañero de trabajo. Los turnos de los porteros son de trece días y dos de descanso, se alternan entre el turno del día y de la noche cada que  llegan de descansar. Juan Gabriel toca la puerta, lo había mandado a llamar con Albeiro, otro portero que está de turno. No sabe muy bien para qué necesito hablar con él y al principio parece un poco reacio y confuso. Después de pedirle que me cuente algo de su vida que lo haya marcado fuertemente empieza a hablar. Juan nació en Ciudad Bolívar, un municipio del suroeste de Antioquia.  Tiene 23 años, pero parece un poco mayor. Tiene una gran sonrisa y sus ojos verdes le quedan perfectos para el apodo que le tienen sus compañeros. Juan, como Aurelio, Leandro y Adrián, llegó a Medellín en busca de estabilidad laboral y un mejor futuro económico. El problema de que las ciudades grandes sean a su vez las capitales es que la riqueza y la oferta de trabajo se concentran mayormente en un mismo punto, lo que hace que las personas del campo vengan en busca de otro porvenir. “El campo es muy duro, las jornadas son largas. Presté servicio militar durante 22 meses en el Batallón Cacique Nutibara, básicamente porque quería experimentar”. Juan, a los 19 años, fue enviado a una región del Chocó en la cual estuvo la mayoría del servicio acampando en el monte, aguantando frío a causa de la cantidad de lluvia que cae en ese departamento diariamente. En una de esas caminatas por la selva se hizo un esguince en un pie, pero aunque fue muy doloroso, nada de lo que vivió allá es comparable con el suceso que le cambió la vida hace dos meses. El 4 de diciembre pasado Juan estaba realizando su labor en el edificio Rincón del Aguacatal cuando lo llamó un familiar a decirle que la casa de su tío, ubicada en el barrio París del municipio de Bello, se había incendiado. Juan arrancó en su moto para la casa de su familiar sólo para encontrarse con la trágica noticia de que su tío y su prima habían muerto y su hermana de 20 años, Yessica, estaba gravemente herida con quemaduras de tercer grado. “A mi hermanita la llevaron al San Vicente de Paúl y allá ha estado durante todo este tiempo y rato es lo que le falta. Ella era muy bonita: troza, piernona, hasta parecida a mí”. Ojos verdes habla de ella en pasado porque sabe que su hermana no volverá a ser igual. El mayor miedo de toda la familia es que el marido la deje. Los médicos le han dicho que eso podría ser fatal para su estabilidad emocional y psicológica. Con los ojos encharcados continúa contando detalles del día de ese funesto accidente que le quitó la vida a su tío, a su prima y casi alcanza a su hermana. A Yessica la visita su suegra todos los días, se mantiene muy sedada, pues el dolor es bastante intenso, a veces no se le entiende bien lo que dice y tampoco entiende lo que le dicen. “El día del incendio la vi por la noche cuando estaba en cuidados intensivos, me golpeó mucho verla toda llena de vendas, con los ojos perdidos y con un respirador en la tráquea”. El silencio se apodera del hall del primer piso de la torre 2. No es un silencio incómodo, pero sí uno de esos que uno quisiera romper de alguna manera, pero no hay palabras suficientes o apropiadas para hablar. Juan se ve triste, pero no derrotado. Llega todos los días en su moto a realizar esa dura jornada y a cuidar a otros, mientras, en una habitación del Hospital San Vicente de Paúl, está su hermana en una cama, rodeada de miles de aparatos y esperando a que sean las 2 de la tarde, que es la hora de las visitas, a que alguien llegue a acompañarla.
Juan se despide con una gran sonrisa, le entrego dos chocolatinas: una para él y le digo que le lleve otra a Adrián porque se la debía. Yo entro a mi hogar, miro todo con detenimiento, mi familia está en la mesa del comedor y les sonrío.  No dejo de pensar en Juan, Leandro, Adrián y Aurelio. Desearía que a Adrián no le hubieran matado a su perro y que Juan no tuviera a su hermana quemada en el hospital.
Son las 6:30 de la mañana, mi día apenas está comenzando y Juan y Adrián ya se están yendo a descansar. Leandro y Aurelio están llegando a relevarlos. Llamo por el citófono y le agradezco a Leandro por haberme concedido una entrevista, se ríe y con esa voz de niño que lo caracteriza me dice: “Amalia, ya sabe que cuando tenga una finca me lleva a trabajar de mayordomo”.

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