martes, 6 de marzo de 2012

La velocidad de la muerte

La última vez que vi a Simón era él. Todo él. Su risa siempre me cautivaba. Era alegre, tierno, amable, buen amigo y buen hijo. Él, a sus 23 años, no merecía morir.  Nos despedimos la noche del 29 de noviembre como si fuera cualquier otra, ninguno de los dos sabía que, ésa, sería la última vez que nos veríamos. Su muerte me causó un dolor infinito, su recuerdo perdurará por siempre. 
Se me eriza la piel y se me encoje el corazón cuando recuerdo ese funesto día. La llamada a la 1:30 de la tarde que se perdió porque no alcancé a contestar el celular. A la 1:35 devolví la llamada y escuché una voz ahogada por el llanto y agobiada por el dolor. No era un llanto normal. No era algo trivial. Era la tristeza por la muerte de un amigo que nos cogió a todos por sorpresa, porque a nuestra corta edad nunca habíamos vivido algo así. Mi mente se paralizó cuando, en una fracción de segundo que parecía eterna, mi amiga me dijo: “Ama… Simón se murió”. La respiración aumentó, la frecuencia cardiaca, aunque no me la tomé, sé que era más alta de lo normal, las lágrimas rodaron inmediatamente y los gritos se ahogaron. No había palabras para tanto dolor. Cuando finalmente pude reaccionar, grité por toda la casa buscando desesperada a mi hermana, a quien sabría que sentiría lo mismo que yo porque las dos queríamos a Simón. Ella cayó al piso, yo caí con ella también. No hablábamos, sólo llorábamos.
No pude comer, no pude dormir. Recordaba cada segundo la cara de Simón, recordaba cada momento vivido junto a él y la última vez que lo vi. Me imaginaba a su familia, a su novia, a sus amigos más cercanos, a sus compañeros de trabajo, pero sobre todo, a la mujer que, inocentemente, le quitó la vida.
Simón era estudiante de Negocios Internacionales. El día 3 de diciembre  del año 2009 salió del trabajo a encontrarse con su mamá para almorzar. Simón amaba las motos y le apasionaba la velocidad, pero ese día al ir tan rápido en la suya, una Yamaha R1 motor 1000, la muerte lo alcanzó: una mujer en su carro se lo llevó, ese día murió instantáneamente al desnucarse.   
 Un profundo sentimiento de tristeza me invadió, especialmente, porque sabía que había miles de simones en el mundo, miles de familias que pierden a sus seres queridos y miles de personas que se llevan otras vidas injustamente. Y la muerte nos alcanzará a todos, pero una muerte temprana siempre será más dolorosa que una muerte esperada. Porque no hay nada más triste que ver partir a alguien y no hay nada más deseado que haber sido uno quien murió, porque nadie quiere estar ahí para contar la muerte de un amigo. Porque es mejor llorar las personas en la vida que en la muerte, porque sólo en la ausencia recordamos que la vida es absolutamente frágil y porque sólo en el dolor recordamos que eso que nos hace tan tristes fue porque algún día nos llenó de alegría.
Siempre pensé que llorar no servía de nada, hasta ese día. Porque lloré por Simón, y eso, de alguna manera, me ayudó a sanar un poco el dolor, a aceptar su muerte, a entender que otro día será alguien más quien se vaya y que algún día seré yo.
Estuve con él en su entierro. Y, ésa, fue realmente la última vez que lo vi. En una cajita estaban sus cenizas, su cuerpo ya no estaba. No pudo ver al Poderoso campeón ese año, no pudo graduarse de la universidad, no pudo irse para Italia, sueño que iba a hacer realidad al año siguiente con dos amigos. Simón nos dejó a todos en la espera. Fue un gran amigo, un gran hombre, fue feliz, y saber eso me ayuda cuando en los días me invade su recuerdo y me apodera la tristeza, porque me digo a mí misma que,  al menos, compartí con él la vida.

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