“La esperanza más boba es la del
cielo, porque como no sea el atmosférico que a veces llueve y truena, no
existe. El que sí existe es el infierno y estamos en él, aquí en Colombia, un
infierno cada día más caliente. Y sin embargo esto no siempre fue así; yo
recuerdo a Medellín en mi niñez fresquecito. Mataban a uno que otro, claro, eso
es normal, muy humano, pero con moderación. Nada que ver con este baño de
sangre que nos está salpicando hoy a todos la ropa”. En el año 2003 el escritor
antioqueño Fernando Vallejo escribió en su ensayo, Los difíciles caminos de la
esperanza, tal vez el más crudo e incisivo que haya escrito hasta hoy, una
crítica detallada de la sociedad colombiana, partiendo de la ciudad que él más
conoce: su natal Medellín.
Han pasado 9 años desde que este
polémico escritor habló de una realidad
bastante deprimente de nuestro país. Realidad que, tristemente, no ha
cambiado mucho. ¿Por qué no ha cambiado? Es una pregunta difícil de responder.
Seguramente para algunos esta es la mejor ciudad de Colombia, la más moderna,
la más tecnológica, la más industrializada y, tal vez, la más educada. Pero ahí
está el error: en la mentalidad.
No es mentira que es una ciudad
con un progreso industrial y comercial notorio y significativo para el país,
pero es también la ciudad más desigual de Colombia y una de las más de
Latinoamérica. El progreso económico es digno de resaltarse, pero ¿qué hay de
éste sin progreso humano? Las brechas sociales son inmensas, y no únicamente
por la calidad de vida tan desequilibrada, sino por la falta de oportunidades
de sus habitantes y, también, por la falta de consciencia.
La indiferencia nos mata aquí, en
este pueblo en el que pasa de todo, pero nadie dice nada o, peor aún, dicen que
todo va muy bien, por muy buen camino. Y aquí retomo la cuestión de la
mentalidad y ahora le pongo un apellido: mentalidad mafiosa. Lamento el término
tan fuerte, pero necesito algo que todos comprendan. Aborrezco profundamente a
Pablo Escobar y a todos los criminales que han destruido esta ciudad, pero
aborrezco aún más a quienes, consciente o inconscientemente, siguen permeados
por esa cultura de: lo que importa es la plata, lo demás no vale. Y duélale a
quien le duela, así es.
Hace poco el Urban Land Institute postuló a Medellín como una de las ciudades
más innovadoras del mundo, y luego de una exhaustiva selección quedó
compitiendo junto con Nueva York y Tel Aviv por el primer lugar. Qué insulto.
Nueva York es la capital del consumo, el monumento al derroche desmedido, la
industria del dinero, la capital de la bolsa más grande y, a su vez, el hogar
de miles de indigentes e inmigrantes, la ciudad donde la clase media compite
diariamente con afán por conseguir más y más, el símbolo del sueño americano que
se reduce a trabajar de mesero, lavando baños o de taxista. Y por otro lado,
Tel Aviv, la ciudad israelita en la que hay igual o más cantidad de fronteras
invisibles que aquí. Está el barrio judío, el católico, el musulmán y el
islámico (El musulmán es quien se ha convertido al Islam, pero no es
propiamente árabe. El islámico es el que nace en esa cultura). Por esto en cada
uno hay escuelas en las que enseñan su religión, hay mercados con sus alimentos
típicos y hay sitios de recreo, pues quien cruce esos límites puede encontrarse
con la muerte sin importar el género o la edad. Es una ciudad que está
completamente fragmentada por las religiones y por la intolerancia; aquí, en
las comunas, se matan por droga y por poder que es casi lo mismo. En Tel Aviv hay ejército custodiando los
sectores de la ciudad pues a unos cuantos kilómetros se encuentra la Franja de
Gaza, el desolador e inhumano territorio que los israelitas les entregaron a
los palestinos, el escenario mundial del holocausto moderno, la justificación
de una guerra desmedida escudada en razones “étnicas y culturales”.
Yo sé que muchos pueden alegar
que Tel Aviv y Nueva York son dos ciudades inmensas, cosmopolitas, llenas de
historia, de arte y de cultura, y claro está: lo son. Pero son al mismo tiempo
dos ciudades que albergan muchas caras y contrastes como lo es Medellín. Y es
por estas razones que me parece inaudito que las personas se estén jactando de
la postulación de nuestra ciudad como una de las más innovadoras, cuando ni
siquiera saben cuáles son sus contrincantes.
Continúa la mentalidad mafiosa:
tener más plata, más éxito, acumular más a toda costa. No estoy diciendo que
todos los medellinenses somos unos asesinos, pero de cierta manera estamos
siendo los verdugos de los crímenes que aquí suceden. Claro, nos importa más
que a Medellín le den un premio de innovación que los policías que mueren en los
enfrentamientos entre bandas; queremos sobresalir en Colombia por el Metro,
pero tenemos una inteligencia vial desastrosa; se nos hincha el pecho al decir
que los antioqueños son los mejores empresarios, sin detenernos a pensar que
también tenemos los mejores y más experimentados sicarios. Es muy triste y muy
lamentable que, así como en Nueva York, aquí el tema más recurrente sea el
crecimiento económico de la ciudad, muy importante sin duda alguna; pero ¿qué
pasa con el capital humano?
Por eso Medellín es una ciudad
tan desigual, tan pacífica a la vista, pero con demasiados retazos en su
interior. Es una oda de alegría de niños que juegan felices en la seguridad de
sus conjuntos cerrados, pero también es un lamento agudo de los miles de niños
que se acuestan todas las noches sin comer o, peor aún, sin el afecto de una madre o de un
padre que les de las buenas noches. Es una apología de la limpieza de los
lugares públicos, pero también de las limpiezas “sociales” que hacen algunos
agentes cuando todos dormimos. Es la cara de la pujanza y tenacidad de personas
que a diario se ganan la vida para tratar de hacerla más digna, de jóvenes
emprendedores y de familias ricas que llevan estilos de vida como de magnates
de revista; y es, así mismo, la cara oculta del desplazamiento, pues en sus
barrios marginados e infrahumanos, se esconden todas las consecuencias del
horror de la guerra: familias sin techo, sin comida, sin salud, niños que
juegan entre balaceras.
Esta no es una ciudad de
exportación, no aún. Es una ciudad que está creciendo, pero que debe medirse,
pues no hay éxito verdadero sin un tejido y una cohesión social tangibles. No
me malinterpreten, adoro a mi ciudad, la adoro tanto que hace poco, mientras
miraba por la ventana de mi casa y la observaba ahí tan tranquila le dediqué un
poema corto:
¡Medellín, cómo eres de hermosa!
¿Quién creyera lo mucho que sangras?
Amalia Uribe Jaramillo.
Noviembre de 2012.
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