sábado, 10 de noviembre de 2012

La mentalidad es el límite


“La esperanza más boba es la del cielo, porque como no sea el atmosférico que a veces llueve y truena, no existe. El que sí existe es el infierno y estamos en él, aquí en Colombia, un infierno cada día más caliente. Y sin embargo esto no siempre fue así; yo recuerdo a Medellín en mi niñez fresquecito. Mataban a uno que otro, claro, eso es normal, muy humano, pero con moderación. Nada que ver con este baño de sangre que nos está salpicando hoy a todos la ropa”. En el año 2003 el escritor antioqueño Fernando Vallejo escribió en su ensayo, Los difíciles caminos de la esperanza, tal vez el más crudo e incisivo que haya escrito hasta hoy, una crítica detallada de la sociedad colombiana, partiendo de la ciudad que él más conoce: su natal Medellín.
Han pasado 9 años desde que este polémico escritor habló de una realidad  bastante deprimente de nuestro país. Realidad que, tristemente, no ha cambiado mucho. ¿Por qué no ha cambiado? Es una pregunta difícil de responder. Seguramente para algunos esta es la mejor ciudad de Colombia, la más moderna, la más tecnológica, la más industrializada y, tal vez, la más educada. Pero ahí está el error: en la mentalidad.
No es mentira que es una ciudad con un progreso industrial y comercial notorio y significativo para el país, pero es también la ciudad más desigual de Colombia y una de las más de Latinoamérica. El progreso económico es digno de resaltarse, pero ¿qué hay de éste sin progreso humano? Las brechas sociales son inmensas, y no únicamente por la calidad de vida tan desequilibrada, sino por la falta de oportunidades de sus habitantes y, también, por la falta de consciencia.
La indiferencia nos mata aquí, en este pueblo en el que pasa de todo, pero nadie dice nada o, peor aún, dicen que todo va muy bien, por muy buen camino. Y aquí retomo la cuestión de la mentalidad y ahora le pongo un apellido: mentalidad mafiosa. Lamento el término tan fuerte, pero necesito algo que todos comprendan. Aborrezco profundamente a Pablo Escobar y a todos los criminales que han destruido esta ciudad, pero aborrezco aún más a quienes, consciente o inconscientemente, siguen permeados por esa cultura de: lo que importa es la plata, lo demás no vale. Y duélale a quien le duela, así es.
Hace poco el Urban Land Institute  postuló a Medellín como una de las ciudades más innovadoras del mundo, y luego de una exhaustiva selección quedó compitiendo junto con Nueva York y Tel Aviv por el primer lugar. Qué insulto. Nueva York es la capital del consumo, el monumento al derroche desmedido, la industria del dinero, la capital de la bolsa más grande y, a su vez, el hogar de miles de indigentes e inmigrantes, la ciudad donde la clase media compite diariamente con afán por conseguir más y más, el símbolo del sueño americano que se reduce a trabajar de mesero, lavando baños o de taxista. Y por otro lado, Tel Aviv, la ciudad israelita en la que hay igual o más cantidad de fronteras invisibles que aquí. Está el barrio judío, el católico, el musulmán y el islámico (El musulmán es quien se ha convertido al Islam, pero no es propiamente árabe. El islámico es el que nace en esa cultura). Por esto en cada uno hay escuelas en las que enseñan su religión, hay mercados con sus alimentos típicos y hay sitios de recreo, pues quien cruce esos límites puede encontrarse con la muerte sin importar el género o la edad. Es una ciudad que está completamente fragmentada por las religiones y por la intolerancia; aquí, en las comunas, se matan por droga y por poder que es casi lo mismo.  En Tel Aviv hay ejército custodiando los sectores de la ciudad pues a unos cuantos kilómetros se encuentra la Franja de Gaza, el desolador e inhumano territorio que los israelitas les entregaron a los palestinos, el escenario mundial del holocausto moderno, la justificación de una guerra desmedida escudada en razones “étnicas y culturales”.
Yo sé que muchos pueden alegar que Tel Aviv y Nueva York son dos ciudades inmensas, cosmopolitas, llenas de historia, de arte y de cultura, y claro está: lo son. Pero son al mismo tiempo dos ciudades que albergan muchas caras y contrastes como lo es Medellín. Y es por estas razones que me parece inaudito que las personas se estén jactando de la postulación de nuestra ciudad como una de las más innovadoras, cuando ni siquiera saben cuáles son sus contrincantes.
Continúa la mentalidad mafiosa: tener más plata, más éxito, acumular más a toda costa. No estoy diciendo que todos los medellinenses somos unos asesinos, pero de cierta manera estamos siendo los verdugos de los crímenes que aquí suceden. Claro, nos importa más que a Medellín le den un premio de innovación que los policías que mueren en los enfrentamientos entre bandas; queremos sobresalir en Colombia por el Metro, pero tenemos una inteligencia vial desastrosa; se nos hincha el pecho al decir que los antioqueños son los mejores empresarios, sin detenernos a pensar que también tenemos los mejores y más experimentados sicarios. Es muy triste y muy lamentable que, así como en Nueva York, aquí el tema más recurrente sea el crecimiento económico de la ciudad, muy importante sin duda alguna; pero ¿qué pasa con el capital humano?

Por eso Medellín es una ciudad tan desigual, tan pacífica a la vista, pero con demasiados retazos en su interior. Es una oda de alegría de niños que juegan felices en la seguridad de sus conjuntos cerrados, pero también es un lamento agudo de los miles de niños que se acuestan todas las noches sin comer o,  peor aún, sin el afecto de una madre o de un padre que les de las buenas noches. Es una apología de la limpieza de los lugares públicos, pero también de las limpiezas “sociales” que hacen algunos agentes cuando todos dormimos. Es la cara de la pujanza y tenacidad de personas que a diario se ganan la vida para tratar de hacerla más digna, de jóvenes emprendedores y de familias ricas que llevan estilos de vida como de magnates de revista; y es, así mismo, la cara oculta del desplazamiento, pues en sus barrios marginados e infrahumanos, se esconden todas las consecuencias del horror de la guerra: familias sin techo, sin comida, sin salud, niños que juegan entre balaceras.
Esta no es una ciudad de exportación, no aún. Es una ciudad que está creciendo, pero que debe medirse, pues no hay éxito verdadero sin un tejido y una cohesión social tangibles. No me malinterpreten, adoro a mi ciudad, la adoro tanto que hace poco, mientras miraba por la ventana de mi casa y la observaba ahí tan tranquila le dediqué un poema corto:
¡Medellín, cómo eres de hermosa! ¿Quién creyera lo mucho que sangras?

Amalia Uribe Jaramillo.
Noviembre de 2012.

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